Ezra Klein comienza uno de sus podcasts recientes contando un chiste que ha estado circulando. Básicamente, un teórico de la conspiración muere y asciende al cielo. Dios está allí para recibirlo y le explica que, como parte de la bienvenida celestial, responderá cualquier pregunta que el hombre tenga.
“Por favor, debo saber la respuesta a esta”, dice el hombre, “¿quién mató a John F. Kennedy?”. Dios responde al instante: “Eso es fácil: Lee Harvey Oswald”. Sorprendido, el hombre murmura: “¡Esto llega más alto de lo que pensaba!”.
Este es el dilema en el que se encuentra Donald Trump. Cualquier cosa que haga para desviar y distraer del caos de Jeffrey Epstein solo profundiza las sospechas, incluyendo aquellas sobre la relación entre ambos hombres.
Según una encuesta reciente de Reuters/Ipsos, el 69 % de los estadounidenses, incluyendo el 62 % de los republicanos, creen que el gobierno está ocultando la supuesta lista de clientes de Epstein. Esto es comprensible; hay muchas preguntas sin respuesta sobre Epstein. ¿Cómo se volvió tan rico? ¿Qué hay en las montañas de archivos y videos recuperados de sus casas y propiedades? Dado que ya había intentado suicidarse una vez mientras estaba en la cárcel, ¿por qué no se le monitoreó adecuadamente después?
Pero hay un problema más grande para Trump. Desde las acusaciones “birther” contra el lugar de nacimiento de Barack Obama, él ha fomentado, aprovechado y sacado provecho de una ola de teorías de la conspiración que acusaban al llamado “estado profundo” de todo tipo de crímenes, que luego eran rápidamente encubiertos.
Ahora él preside ese mismo estado y tiene control de todos los secretos. ¿Por qué no los revela?
Las teorías de la conspiración tienen una historia larga y rica en Estados Unidos. Los estadounidenses vivían como ciudadanos de segunda clase del Imperio Británico, lejos del centro de autoridad en Londres. Imaginaban todo tipo de complots gestándose en Londres para mantenerlos subordinados y serviles. Eso se convirtió en lo que el historiador Richard Hofstadter llamó en 1964 “el estilo paranoico en la política estadounidense”, con erupciones periódicas de miedo rabioso hacia masones, católicos, judíos, banqueros y comunistas.
Joseph McCarthy definió la era moderna de las teorías de la conspiración, al acusar que el Gobierno de EE.UU. había sido tomado por traidores y espías de potencias extranjeras.
La periodista Anna Merlan actualizó la historia en un libro profundamente investigado de 2019, “Republic of Lies” (“República de mentiras”), en el que argumenta que en las últimas décadas, las teorías de la conspiración entraron en la política dominante. A diferencia de eras anteriores, cuando los teóricos de la conspiración eran mayormente marginados sin poder, ahora son figuras centrales — y cada vez más normalizadas — en la vida política y cultural estadounidense.
Donald Trump es el personaje principal de esta historia, habiendo llegado al poder y regresado a él tras promover agresivamente el “birtherismo” el fraude electoral y muchas otras conspiraciones. También ha llevado a la corriente principal a personas como Alex Jones y Kash Patel, quienes han difundido teorías y insinuaciones aún más extremas. Michael Flynn, primer asesor de Seguridad Nacional de Trump, difundió la mentira de que Hillary Clinton estaba conectada con redes de abuso infantil.
El desafío para Trump es que, al haber avivado durante mucho tiempo las llamas del antiestatismo y el antielitismo, ahora está sentado en la Casa Blanca, dirigiendo el estado y sus élites. Su Gobierno ha liberado miles de archivos sobre los asesinatos de JFK, Robert F. Kennedy y Martin Luther King Jr.
No hubo pruebas contundentes que revelaran una conspiración mayor, pero nadie en el Gobierno parece capaz de admitirlo. Eso sugeriría que los Gobiernos y élites anteriores no habían estado mintiendo al pueblo estadounidense. Pero hacerlo significaría perder credibilidad con su base.
Trump es un político astuto que sabe cómo manejar a su base. Pero esta vez le está resultando difícil, quizás porque claramente tenía algún tipo de relación con Epstein. Ha intentado desviar la atención levantando otras teorías conspirativas: principalmente, que Obama intentó organizar un golpe en su contra.
Resucitó viejas acusaciones sobre Hillary Clinton y Joe Biden. Pero todas tienen un aire de desesperación.
Como señala Charlie Warzel en The Atlantic, el 20 de julio, cuando crecían las preguntas sobre Epstein, Trump publicó 33 veces en Truth Social. Exigió que el equipo de fútbol americano Washington Commanders cambiara su nombre de nuevo a Redskins y compartió un video generado por inteligencia artificial que mostraba a Obama esposado por el FBI frente a un Trump sonriente en la Oficina Oval.
Patel, director del FBI, afirmó recientemente en el podcast de Joe Rogan que encontró una bóveda secreta en el FBI llena de secretos oscuros que nadie había visto. Olvídense de Epstein, parecen decir; resulta que hay cientas más de teorías conspirativas para lanzar ante los fieles de MAGA.
La feroz respuesta de Trump al asunto Epstein probablemente solo profundizará la desconfianza pública hacia las instituciones y los políticos, creará más radicalización en línea y vaciará aún más nuestro polarizado ecosistema político. Pero está jugando con fuegos que por primera vez, si no lo consumen, lo quemarán gravemente.
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