"Es como si un día todos se hubieran ido": cómo la ofensiva inmigratoria está transformando a Estados Unidos

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Una madre en Texas siente que ya no es seguro caminar con sus hijos a la escuela.

Una tienda de comestibles en Virginia perdió a los carniceros de su mostrador de carnes.

En un huerto de cerezas en Oregón, las bayas sin recoger se están pudriendo bajo el sol.

Y en un centro comercial de Georgia que antes estaba lleno de compradores, una vendedora de joyas suspira durante una reciente tarde de verano mientras observa la escena desolada.

“Es como si un día todos se hubieran esfumado de repente”, dice María López.

La vida cotidiana está cambiando en muchas comunidades de Estados Unidos a medida que el presidente Donald Trump y su administración intensifican su ofensiva inmigratoria. Las autoridades prometen llevar a cabo la mayor operación de deportación en la historia, encarcelar a más inmigrantes indocumentados y eliminar los abusos en el sistema migratorio.

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Con poco más de siete meses, es pronto para saber si lograrán todos los objetivos que se han propuesto. Pero con una inyección masiva de recursos al presupuesto del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas, su mensaje no podría ser más claro: esto es solo el comienzo.

Las autoridades están incrementando las detenciones y arrestos en operativos muy publicitados. Y mientras el temor a redadas migratorias se extiende, se desarrolla otra historia más silenciosa, pero igual de dramática.

No hay comunicados de prensa cuando una familia inmigrante desaparece en las sombras. Pero reporteros de CNN en todo el país comienzan a ver cómo es esa situación y los inesperados efectos secundarios que pueden surgir.

Durante años, Lupita Batres fue testigo privilegiada mientras generaciones de jóvenes se preparaban para momentos de alegría. Desde su puesto de venta de faldas, bufandas y bolsos artesanales en Plaza Fiesta, observaba a las chicas ir de tienda en tienda en busca de vestidos lujosos para quinceañeras y confirmaciones. Veía a miembros de la familia elegir regalos. Y, en ocasiones, ayudaba a alguien a encontrar el obsequio perfecto.

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Ahora, dice, ese tipo de clientela prácticamente ha desaparecido del centro comercial en las afueras de Atlanta.

“No he escuchado que nadie haga fiestas, quinceañeras o bodas en este momento”, dice Batres. “Y si lo hacen, ay Dios mío, ¡qué riesgo!, ¿verdad? Estar en una fiesta así.”

En una tarde de viernes, Batres acomoda cuidadosamente pulseras y artesanías mientras espera a los clientes. Hasta el momento, ninguno ha llegado. En algunos días, afirma que las únicas caras que ve son las de otros vendedores. Hay clientes que incluso evitan las tiendas de comestibles, dice, mucho más aún las de regalos.

“Mandaron a otras personas a hacer sus compras, alguien con papeles”, cuenta. “Ha cambiado todo, incluso la manera en que nos alimentamos.”

María López, quien ha trabajado por 14 años en una joyería de Plaza Fiesta, dice que el centro comercial nunca había atravesado por una situación como esta.

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López recuerda cuando Plaza Fiesta era tan popular que llegaban visitantes de otros estados en el sureste del país. El centro comercial, antes en ruinas, vivió una transformación en los años 90 cuando los desarrolladores lo convirtieron en un mercado dedicado a la creciente comunidad latina. Los fines de semana, las tiendas vibraban de vida. El bullicio llenaba los pasillos, los niños corrían hacia el área de juegos y las filas se extendían por la zona de comidas. Ahora reina un silencio inquietante.

“La gente tiene miedo de ser arrestada solo por estar en la calle”, afirma López. “Siempre hay esa tensión, esa sensación de que algo puede pasar. Y es agotador.

En el negocio de diseño gráfico de Iván Marín, una vitrina exhibe filas de invitaciones de quinceañera brillantes y elaboradas. Antes era común que recibiera pedidos masivos de invitaciones para fiestas, así como de camisetas para reuniones familiares, vacaciones en Disney y eventos comunitarios. Pero ya no.

“Todo ha cambiado. … Ahora la gente no viaja. Las fiestas en casa están muy restringidas,” dice. “Es solo la familia.”

Tras 10 años en EE.UU., canta sus últimos himnos con el coro de su iglesia

Una mujer de cabello rizado recogido en un moño sonríe mientras atraviesa el santuario de su iglesia en Maryland, donde la luz se cuela a través de los vitrales.

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La inmigrante indocumentada de 38 años, quien pidió ser identificada por su apellido, López, siente que se ha quitado un peso de los hombros. Pero hace un mes, todo era mucho más oscuro.

Esa noche, López corrió a la sala de emergencias. En El Salvador había trabajado como enfermera. Nunca fue de las que exageran los problemas de salud. Por el dolor que sentía, estaba convencida de que tenía un infarto.

Hasta el día siguiente, cuando los médicos le dijeron que su corazón estaba bien. Lo que había sufrido era un ataque de ansiedad, le explicaron.

Fue entonces cuando López supo que debía hacer un cambio. La preocupación por redadas migratorias la consumía. Cada tarea cotidiana parecía, de repente, llena de peligro.

López amaba a EE.UU. y alguna vez soñó con traer a sus hijos a vivir con ella. Ahora, los riesgos ya no valen la pena. Recientemente, López compró un boleto de avión para regresar a El Salvador, donde espera usar los ahorros de más de una década como gerente de restaurante en EE.UU. para abrir su propia farmacia.

“Me siento tan feliz de irme”, dice. “Una vida con miedo no es vida”.

El padre Vidal Rivas afirma que la integrante del coro no es la única persona de su congregación en la Iglesia Episcopal de San Mateo, en Hyattsville, que ha decidido irse.

Desde hace semanas, observa los bancos durante la misa del mediodía y nota muchas menos personas presentes. En un servicio al que solían asistir más de 200 personas, ahora aparece apenas la mitad.

Él atribuye parte de la baja asistencia al receso de verano, y muchos fieles aún asisten. Pero Rivas afirma que, en los últimos días, varias familias le han dicho que dejarán EE.UU. También ha recibido llamadas de feligreses que prefieren quedarse en casa y consideran que ir a la iglesia es demasiado riesgoso, especialmente porque la congregación es mayoritariamente inmigrante.

Rivas intenta tranquilizarlos. Ahora las puertas de la iglesia permanecen cerradas durante los servicios, hay avisos de “prohibido el paso” y los videos de las misas que se suben a Internet no muestran los rostros de los feligreses. Y cree que el hecho de ser una iglesia conocida debería ofrecer algo de protección.

“Eso nos da cierta protección, porque es una iglesia muy visible”, dice.

Pero durante los anuncios de los eventos de la iglesia, Rivas también recuerda a los fieles que llenen formularios designando tutores para sus hijos, por si alguno es detenido o deportado.

Cuando se entera de familias que deciden irse por voluntad propia, le preocupa la crisis económica que podría enfrentar la iglesia si se van demasiados miembros. Pero más aún, le resulta devastador pensar en todo el talento que pierde la comunidad.

El hombre que siempre sabía cómo arreglar cualquier cosa. Las integrantes de los comités que organizaban rifas y ventas de pasteles. El lector cuya voz recia daba vida a los pasajes bíblicos. Y ahora, la cantante siempre sonriente de la primera fila del coro.

Sus amigas del coro no creían que se marchaba hasta que les mostró su boleto de avión.

“Me dicen la alegría del coro, porque siempre me estoy riendo y haciendo bromas”, cuenta López.

Pero últimamente, dice López, ha sido mucho más difícil ser alegre. El miedo ya hizo que el coro dejara de ensayar en las casas de los miembros. Solo ahora, mientras se concretan sus planes de irse, puede sentir que regresa su alegría. Fue difícil compartir la noticia con el coro, dice, que se ha convertido en una familia. Está lista para dejar atrás Estados Unidos. Pero el amor de este grupo, dice López, es algo que siempre llevará consigo.

En vez de recolectar cerezas, están en casa con las cortinas cerradas

Lisa y sus tres hijos se sientan con las cortinas cerradas en su casa del centro de California.

Normalmente, en esta época del año estarían en Oregón recogiendo cerezas. Son parte de los muchos trabajadores migrantes que viajan a diferentes lugares a lo largo de la costa oeste de Estados Unidos a medida que cambian las estaciones. Pero este año, con el aumento de la vigilancia migratoria, decidieron no hacer el viaje.

Lisa, quien pidió ser identificada con un seudónimo porque varios miembros de su familia son indocumentados, está protegida contra la deportación por el programa de Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA, por sus siglas en inglés) de la era Obama. Pero sus padres y su esposo no lo están, y son muy conscientes de que hoy en día el más mínimo error podría llevarlos a la cárcel.

Así que este verano, en lugar de viajar a Oregon y disfrutar del aire libre, ha estado quedándose en casa con sus tres hijos ciudadanos estadounidenses tanto como sea posible. Los niños intentan entretenerse con la televisión y los videojuegos, pero su aburrimiento es evidente. Cuando CNN los visitó recientemente, un niño estaba sentado solo lanzando un frisbee al aire.

“Nos encanta el aire libre, allá en Oregon. Solíamos ir a las cascadas, a todos esos hermosos lugares que tienen. Era muy divertido para nuestros hijos. Y para nosotros también”, comenta Lisa.

Lisa sabe que quedarse en casa está afectando a su familia; al pasar mucho menos tiempo jugando bajo el sol, recientemente diagnosticaron a su hija menor con deficiencia de vitamina D.

Pero aun así, fuera de su casa, Lisa siente que los riesgos son mayores. Está considerando educar en casa a sus hijos en otoño, solo para estar seguros.

En sus huertos de cerezas en el norte de Oregon, Ian Chandler afirma que muchos trabajadores migrantes, como la familia de Lisa, no se presentaron este año debido al aumento de los operativos migratorios en California.

“Eso tuvo un efecto desalentador para quienes querían mudarse”, comenta Chandler.

El resultado: las cerezas se están pudriendo en los árboles, lo que, según Chandler, le está costando al menos US$ 250.000 dólares en ingresos.

En Woodbridge, Virginia, Carlos Castro, dueño del supermercado Todos, también enfrenta escasez de trabajadores, aunque por razones diferentes.

Recientemente tuvo que dejar ir a los carniceros y panaderos que había capacitado para trabajar en su tienda, después de que la administración Trump revocara sus permisos de trabajo al poner fin a los programas de permiso de “parole” humanitario para nicaragüenses y venezolanos.

“Tenían trabajos importantes… que no se pueden reemplazar fácilmente”, afirma. “Excelentes empleados, esto es lo más triste, personas productivas con el deseo de cuidar a sus familias, de salir adelante; les quitan las visas y les dan una carta con el número de días que tienen para irse del país. Y luego para nosotros, como empresa, nos quedamos corriendo para cubrir sus puestos.”

Los carniceros estaban capacitados para usar el complicado equipo pesado detrás del mostrador de carnes. Ahora el personal que queda tiene dificultades para cumplir con los pedidos, señala.

“Lo que antes se hacía en poco tiempo ahora toma más, y la gente se desanima, se va y no compra nada”, lamenta Castro.

Connie Chen/CNN
Connie Chen/CNN

Tras varias redadas, un visitante inesperado saluda a los trabajadores afuera de un Home Depot

Es algo que Ricardo nunca imaginó que pudiera ocurrir.

En más de una década de esperar regularmente por trabajos de jornalero en el estacionamiento de un Home Depot en el sur de California, ha visto de todo.

Hubo personas que se negaron a pagarle tras una semana de trabajo.

También estaban los hombres que le dieron cheques sin fondos.

Pero hasta este año, dice que nunca había visto a las autoridades migratorias enfocarse en este lugar. En los últimos meses, asegura, han venido tres veces.

Ricardo estuvo a punto de ser detenido; durante dos de las redadas, casualmente estaba trabajando en otro lugar. Y en una ocasión, acababa de ser recogido del Home Depot para un trabajo minutos antes.

Pero a pesar de esos momentos de peligro, el mexicano de 60 años, quien pidió ser identificado solo por su primer nombre, afirma que sigue esperando trabajo ahí. La mayoría de los jornaleros, cuenta, no tienen el lujo de quedarse en casa.

“Hay personas que han dejado de salir, pero yo tengo cuentas que pagar, tengo que trabajar”, comenta.

Las recientes detenciones migratorias en el área de Los Ángeles han tenido un impacto enorme, asegura. Ahora espera mucha menos gente fuera del Home Depot, cuenta. Y la cantidad de personas que llegan ofreciéndoles trabajo también ha bajado notablemente.

“La gente tiene miedo de ir ahí y recoger trabajadores por la inmigración”, explica.

Antes, en un día normal, al menos dos decenas esperaban en el estacionamiento, relata. Ahora, en algunos días, solo tres o cuatro lo acompañan. Sin embargo, recientemente empezó a aumentar la cantidad de trabajadores luego de que voluntarios locales comenzaron a esperar cerca para advertirles si venían a alguien sospechoso.

En un día de verano reciente, su decisión de mantenerse firme dio resultado.

Un visitante inesperado llegó al estacionamiento del Home Depot: Jesús Morales, un influencer de TikTok conocido por sorprender a jornaleros y vendedores ambulantes con visitas a parques temáticos y donaciones para apoyarlos.

Ese día, Morales llevó a Ricardo y a otro trabajador a un parque acuático. Y semanas más tarde, recaudó miles de dólares para ellos en una campaña de GoFundMe, con la esperanza de que los jornaleros pudieran tomarse un descanso y mantenerse a salvo.

Ricardo afirma que se sintió abrumado por la generosa donación. Pero aún no puede darse el lujo de dejar de buscar trabajo. Ahora que los empleos parecen escasear, justo en la temporada alta, le preocupa lo que viene en los próximos meses.

“Imagínate cómo se va a poner cuando lleguemos a octubre, noviembre y diciembre. Da miedo. Por eso tengo que trabajar ahora y ahorrar dinero”, asegura.

Ricardo dice que es muy consciente de los riesgos.

“Solo hay que confiar en Dios”, afirma. “Si te toca, ni modo.”

Connie Chen/CNN
Connie Chen/CNN

Una directora escolar nota una nueva forma en que sus estudiantes están desapareciendo

A Marisol le encanta caminar con sus dos hijos hasta la escuela primaria cerca de su casa en San Antonio, Texas. Pero, mientras se preparan para el inicio de clases este año, ha llegado a una difícil conclusión: caminar a la escuela no es seguro.

Dentro de su auto, espera que se sientan más protegidos. Pero si aumentan las redadas en la zona, dice que se enfrentará a una pregunta aún más estresante: ¿es demasiado arriesgado enviarlos a la escuela? El año pasado, ya los mantuvo en casa dos veces.

“Siempre les digo, ‘Vayan a la escuela, vayan a la escuela, no tengan miedo’. Y trato de ser valiente”, cuenta Marisol, quien pidió ser identificada por su segundo nombre porque su familia es indocumentada. “Pero al final, te asustas y no los envías, y esos miedos se meten en tu cabeza, esos monstruos, que te preguntan ‘¿Qué pasaría si voy a recogerlos y me agarran afuera de la escuela? ¿O cuando voy de casa al trabajo? ¿Qué harán los niños?’ Es un miedo constante”.

Escuchar esos temores de los padres le parte el corazón a Velia Cortalano.

En el último ciclo escolar, cuenta, varias familias mantuvieron a sus hijos en casa y no los enviaron a su escuela en Albuquerque, Nuevo México, en distintas ocasiones mientras se expandían los temores por la aplicación de leyes migratorias. Cada vez, Cortalano intentaba convencerlas de que sus hijos estaban seguros en la escuela. La mayoría eventualmente regresó. Pero dice que una familia se fue y no volvió.

“Los niños empacaron todas sus cosas”, cuenta, “y luego simplemente no regresaron”.

Tan preocupante como esas desapariciones repentinas, dice Cortalano, es otro tipo de ausencia aún más común en sus aulas.

“Aunque estén aquí, no pueden participar plenamente, porque existe ese miedo. ‘Estoy aquí, pero ¿dónde está mi mamá?’ o ‘¿Quién va a venir a recogerme?’”

Cortalano calcula que esa es la situación de aproximadamente un tercio de los estudiantes en la escuela Cien Aguas International, donde es directora ejecutiva. Muchos estudiantes de este centro, que va de kínder a octavo grado, forman parte de familias inmigrantes, señala. La tensión se manifiesta de diferentes maneras, según la edad de los alumnos, y eso hace que a todos les resulte más difícil aprender. Varias niñas le dijeron que sentían que debían ser perfectas y que ya no debían hablar español. Y algunos niños jugaban a ser “la migra contra los inmigrantes” hasta que un maestro de educación física intervino.

“Ha sido difícil para todos los niños procesarlo y manejarlo de manera saludable. … Es mucha presión”, dice.

La escuela hace lo que puede para ayudar a los estudiantes a sobrellevar la situación, afirma. Entre sus estrategias: un “cuarto de bienestar” designado que incluye luces suaves, un espacio para la meditación y ejercicios de yoga, y hasta un saco de boxeo.

Connie Chen/CNN
Connie Chen/CNN

Entre redadas y rumores, algunos restaurantes están teniendo dificultades

Durante la que solía ser la hora pico del almuerzo, muchas mesas están vacías en Spoon & Pork, en Los Ángeles.

Administrar un restaurante nunca ha sido fácil, con márgenes de ganancia mínimos y costos en aumento. Jay Tugas, copropietario, afirma que el reciente incremento en operativos migratorios ha sido otro duro golpe para el negocio del restaurante filipino.

“La gente no quiere gastar dinero. No quiere salir… La gente tiene miedo. Y sé que no es solo en mi restaurante, es prácticamente en todos”, dice.

Y los empleados, con frecuencia, tienen miedo de venir a trabajar.

“Todos son legales, pero igual tienen miedo de que los molesten o se los lleven, solo por cómo se ven o cómo hablan”, dice Ray Yaptinchay, otro copropietario del restaurante. “Es una locura, y es muy triste, y ha afectado prácticamente a toda la industria.”

Tras los rumores sobre redadas migratorias que circularon en redes sociales y aplicaciones de mensajería, un inmigrante guatemalteco de 20 años vio una caída similar en el restaurante mexicano que administra en el noreste de Mississippi. Pidió ser identificado solo con sus iniciales, J. F., porque es indocumentado y teme ser blanco de represalias por hablar.

Esa semana, hace unos meses, comenta, muchos negocios cercanos cerraron porque los empleados no se presentaron. El suyo permaneció abierto. Y estuvo todo el día en alerta.

“Sentías ese miedo, solo esperabas a ver si iban a entrar por la puerta”, cuenta.

Entre los empleados, la moral ha caído, asegura, y los comentarios de algunos clientes pueden ser difíciles de soportar. Recientemente, tras preguntar a una mujer cómo estuvo su comida, ella le respondió de forma inesperada: “Espero que los deporten a todos pronto”.

En un restaurante mexicano de Corpus Christi, Texas, los rumores de redadas de ICE también han afectado el negocio.

“A veces estamos completamente solos durante horas”, señala L. V., una mesera guatemalteca del local, quien pidió ser identificada solo por sus iniciales.

Algunos clientes habituales han dejado de venir, cuenta. Y quienes siguen acudiendo lucen más serios.

El otro día, atendió a un hombre que solía frecuentar el restaurante con su esposa e hijos. Ahora come solo. El resto de la familia, le comentó, salió del país porque los riesgos eran demasiado altos.

“Se nota que no está bien y cuánto los extraña”, afirma.

Ella intenta mantener a salvo a su familia desde el volante

Al principio, Esmeralda pensó que dejaría el país y estudiaría en el extranjero si Trump volvía al poder. Pero ver que muchos de los lugares que conoce fueron el objetivo de redadas migratorias recientes en el área de Los Ángeles despertó un nuevo sentimiento en ella.

“Mi comunidad ha sido aterrorizada. (…) Al principio sentí miedo”, dice. “Pero luego, en realidad, me sentí enojada. (…) Esta es mi ciudad. Este es mi estado. Y me voy a quedar aquí para proteger no solo a mí misma, a mi sustento, sino también a las personas que conozco”.

La joven de 30 años, que fue traída a Estados Unidos desde México cuando tenía 3, cuenta con el programa DACA y licencia de conducir. Pidió ser identificada solo por su primer nombre para proteger a los miembros indocumentados de su familia. Antes ya había llevado a sus padres y hermanos en su coche cuando se lo pedían. Pero ahora, dice que lo que empezó como algo conveniente se ha convertido en una necesidad.

“Ni siquiera piensen en tomar el autobús,” les advirtió.

Preocupaciones similares se han extendido en Los Ángeles tras informes de que las autoridades suben al transporte público y apuntan a personas que esperan en las paradas de autobús. La cantidad de pasajeros en el sistema de autobuses del centro de la ciudad ha bajado un 35%, dijeron funcionarios en un documento judicial reciente.

Janice Hahn, supervisora del condado de Los Ángeles, afirma que es una señal clara que representa apenas “una fracción del costo” para las comunidades de inmigrantes.

“La gente no solo está preocupada por tomar el autobús, está aterrorizada de salir de sus casas, ir a sus trabajos o acudir al hospital”, dijo Hahn en una declaración a CNN.

Al volante de su camioneta Ford gris, Esmeralda dice que está haciendo lo que puede para ayudar. Está ampliando sus esfuerzos más allá de su familia y también reparte alimentos a personas de su comunidad que tienen miedo de salir de sus casas.

Redes discretas de entrega de alimentos como la que Esmeralda acaba de unirse están surgiendo en comunidades de todo el país, desde Los Ángeles hasta Chicago y Filadelfia.

“No hacen mucha publicidad, usan WhatsApp y tienen un buen sistema”, dice Denisse Agurto, quien lidera un grupo de defensa sin fines de lucro en el suburbio de Norristown, Filadelfia.

Muchos residentes en Norristown, con una población aproximada de 35 % de latinos, se sintieron afectados recientemente después de que las autoridades migratorias apuntaran a un supermercado latino allí en julio. KYW, afiliada a CNN, informó que 14 inmigrantes indocumentados fueron detenidos ese día.

Ahora Agurto, directora ejecutiva de Unides Para Servir Norristown, dice que los latinos en el área están aterrorizados.

“No están saliendo de sus casas”, dice, y el corredor comercial principal de la comunidad parece un pueblo fantasma.

Los inmigrantes indocumentados no son los únicos que están preocupados. Ciudadanos estadounidenses como ella también sienten temor, agrega Agurto, quien cuenta que empezó a llevar su pasaporte consigo.

En un grupo de Facebook, los vecinos discutieron recientemente qué supermercados podrían ser seguros en estos momentos. Un comentarista advirtió a sus vecinos que mantuvieran la cautela: “Dada la situación, no podemos confiar en nadie. Pregunta: ¿Este es un infiltrado de ICE que quiere saber a dónde iremos después?”

Para algunos, ocultarse no es una opción

Días antes de que comenzara el festival colombiano que Jorge Ortega ha organizado durante más de una década, su teléfono sonó.

“Algo pasó en el museo”, le dijo la voz al otro lado de la línea. “Parece que llegaron algunos agentes federales”.

La presencia de agentes federales en el estacionamiento de un museo en Chicago desató una oleada de rumores y pánico entre las comunidades inmigrantes de la ciudad. Una portavoz del Departamento de Seguridad Nacional negó posteriormente que las autoridades estuvieran enfocándose en el Museo Nacional de las Artes y la Cultura Puertorriqueña ese día y señaló que solo realizaron un breve informe en el estacionamiento sobre una investigación de narcóticos, informó WLS, filial de CNN. Pero muchos en el vecindario seguían sin estar convencidos.

El museo está ubicado en Humboldt Park, donde también se realiza cada año el Gran Festival Colombiano, y Ortega sabía que tenía que actuar rápido.

En algunas ciudades, festivales han sido cancelados tras incidentes similares. También se han reportado disminuciones en la asistencia a conciertos y eventos deportivos.

Pero para Ortega, cancelar el festival no era una opción.

“Estaba realmente nervioso (…) Piensas en tu cabeza: ‘¿Y si nadie viene?’ O mi mayor preocupación era cómo íbamos a mantener a salvo a la comunidad”.

Dice que el temor obligó a los organizadores a tomar más precauciones, incluyendo planes de emergencia de último minuto y mayor seguridad para el evento.

Aun así, la mitad de los vendedores que se suponía asistirían al festival no se presentaron.

“Muchos de los trabajadores no querían venir. Tenían miedo de ser detenidos”, dice Ortega.

Finalmente, la asistencia al evento de tres días cayó de manera significativa. Pero aun así, más de 6.500 personas asistieron. Los restaurantes y vendedores agotaron sus productos. Y Ortega afirma que extrae una lección valiosa de la experiencia.

“Celebramos nuestra independencia, seguimos adelante, presentamos nuestra cultura. Y al final, ganamos. (…) Creo que vencimos el miedo”, dijo. “Porque si uno vive con miedo, ¿entonces qué vamos a hacer? ¿Me voy a quedar encerrado en casa sin hacer nada? Eso no es vida”.

El próximo año, Ortega planea organizar el festival nuevamente. A pesar de la incertidumbre, todavía está decidido a seguir adelante.

Lo mismo ocurre con muchos vendedores en la Plaza Fiesta de Georgia.

Miguel Pollania, un fotógrafo que ha trabajado en ese centro comercial por más de dos décadas, recuerda cuando su tienda estaba tan ocupada que necesitaba asistentes solo para atender la avalancha de clientes de los fines de semana.

Hoy se siente frustrado por los falsos rumores de operativos migratorios en el centro comercial que asustan a muchos potenciales clientes.

“Vieron una foto en internet, quizás solo era la seguridad del centro comercial, pero piensan que es inmigración”, dice. “Y eso es suficiente para que no vengan”.

Pero Pollania aguarda por tiempos mejores. Observa su estudio y señala un marco en el centro de su pared de exhibición. Es una serie de retratos tradicionales de bebés, con varias poses en recortes circulares. El bebé de la foto es hijo de alguien a quien le tomó un retrato hace 20 años.

“Hemos estado aquí 22 años”, afirma Pollania. “Hemos visto mucho. Hemos sobrevivido mucho”.

Y a pesar de todo, Pollania y otros vendedores siguen yendo a trabajar a Plaza Fiesta.

Barren los pisos, abren sus puestos y esperan, con la esperanza de que pronto los clientes regresen.

Amanda Jackson, Norma Galeana y Nicky Robertson de CNN contribuyeron con este reportaje.

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